Por favor, habilita JavaScript para ver los comentarios de Disqus.
De la depresión a la semana de cuatro días

De la depresión a la semana de cuatro días

"El paso de la jornada de cinco días a cuatro es urgente, y ya puede descartarse con rotundidad que los efectos de esta transformación sean lesivos para los empresarios y trabajadores".

Trabajadores de diferentes empleosGetty Images

Hay pocas razones objetivas para que nuestras sociedades occidentales se sientan hoy estimuladas por el devenir de su propia historia, por las circunstancias presentes de ascenso del populismo y la extrema derecha, de un iliberalismo malsano que aboga por la desintegración social y el racismo. El espectáculo globalizado de un Trump en permanente estado de inflamación, siempre con un comportamiento tabernario y una arrogancia malsana e insostenible, nos llena de escepticismo a la hora de valorar el supuesto ‘progreso’ del que tanto se habla y que los políticos en ejercicio prometen invariablemente. Lo cierto es que hace tiempo que hemos aceptado todos con resignación que nuestros hijos vivirán peor que sus padres, y que nuestros nietos habrán de capear todavía más innumerables temporales. Nada indica que nuestras vidas y las de nuestro entorno mejorarán significativamente si hemos de confiar en las habilidades de unos líderes mundiales de baja estofa, que ni siquiera se toman la molestia de tratar de disimular sus deficiencias.

El cenagal político se ha desplegado, además, sobre una nueva potencialidad , la Inteligencia Artificial, todavía con perfiles confusos y con un alcance sobrecogedor, que cambiará por completo los patrones de nuestra vida profesional y productiva. Hasta hace poco, las reflexiones en voz alta de los grandes analistas actuales parecían coincidir en que la IA no solo no generaría efectos negativos sobre el empleo sino que probablemente mejoraría el mercado trabajo y las rentas de los trabajadores. Sin embargo, algunas voces de prestigio, como la de Daron Acemoglu, uno de los Premios Nobel de Economía del año pasado, acaban de rectificar su optimismo y de lanzar presagios negativos sobre las tendencias del mercado laboral. Y por lo que sabemos de la experiencia, cuando las nuevas tecnologías desplazan a los más cualificados, también sufren los trabajadores menos favorecidos.

Si a todo ello se le coloca al fondo el escenario de dos enconadas guerras atroces, que relativizan la muerte hasta extremos inconcebibles y acrecen el estupor con que la gente normal de occidente pondera sus posibilidades de futuro, se llegará seguramente a la conclusión obvia de que algo hay que hacer. Aunque tras esta declaración solemne ya no resulte tan fácil enunciar concreciones.

Así las cosas, hay dos grandes asuntos en nuestro gran ámbito occidental que, si se conducen hacia un desenlace satisfactorio, elevarán intensa y súbitamente nuestra calidad de vida. Uno de ellos es la vivienda: hay que comenzar a aplicar políticas intensas y cuantiosas para que la habitación sea un bien asequible, que cobije a todos sin excepción y que nos predisponga para una estabilidad personal sin la cual la vida se vuelve inhóspita e invivible.

El otro elemento es la jornada laboral. El paso de la jornada de cinco días a cuatro es urgente, y ya puede descartarse con rotundidad que los efectos de esta transformación sean lesivos para los empresarios y trabajadores. Hay expertos que han seguido con minuciosidad el proceso de cambio en centenares de empresas que ya han dado el paso, y más del 90% han registrado efectos benéficos y lógicamente han mantenido el nuevo horario laboral. Acaba de aparecer un libro de Juliet B. Schor que está haciendo furor en las bibliotecas empresariales: “La solución que cambia la vida para reducir el estrés de los empleados, mejorar el bienestar y trabajar de forma más inteligente” (Harper Business, junio de 2025). Schoir es profesora de Sociología en el Boston College.

Schor utiliza la observación para respaldar sus conclusiones, pero también recurre a la lógica económica: si se confirma, como parece probable, el efecto destructor de empleos de la IA al menos en una primera etapa de desarrollo dela tecnología, todos los actores del proceso productivo, desde empresarios a sindicatos y funcionarios gubernamentales, deberían presionar para que la jornada de cuatro días actúe como garante del pleno empleo… “Muchos olvidan -ha escrito Schor- que el rápido cambio tecnológico entre 1870 y 1970 fue compatible con un alto nivel de empleo, en parte porque las horas de trabajo en los países industrializados se redujeron de 3.000 a 2.000 al año”.

Pero las ventajas de la semana de cuatro días no se reducen a la conservación del empleo: las investigaciones acreditan que el bienestar de la fuerza laboral mejora sensiblemente; cuanto mayor sea la reducción de horas, mayor será la mejora, que alcanza sus máximas potencialidades cuando llega a ser de ocho horas a la semana. Y explica Schor: “¿por qué la gente está mucho mejor? La respuesta es sencilla: “Dos días no son suficientes”. Las exigencias de la vida moderna reclaman demasiado tiempo como para poder satisfacerlas un sábado y un domingo. La gente necesita un fin de semana de tres días para sentirse lo suficientemente descansada y lista para afrontar la semana laboral. Sus lamentos evocan la práctica premoderna de celebrar el Lunes Santo, cuando los trabajadores no regresaban a sus lugares de trabajo después de un domingo de descanso”, demasiado intenso como para no merecer una jornada de recuperación.

Ambas cuestiones -vivienda y jornada laboral- parecen asuntos demasiado lineales y concretos para que su consideración adquiera la debida preferencia, en un mundo tan complejo como el actual. Pero se equivocaría quien creyera que pueden postergarse un día más unas políticas que harían realmente felices a muchas personas, con lo que ello significa en el proceso sociológico global. Hay una larga bibliografía de que respalda la idea de que en esta hora la vaga y desvaída idea de “felicidad” requiere este impulso liberador para que la vida en común fluya más generosamente.